CALLE

Suena “Bang Bang” de Nancy Sinata en el rellano de su casa. La última canción de la noche, una puerta que se cierra, un cliente más y 4 pisos sin ascensor para volver a respirar.

Agárrate a la barandilla para bajar, los escalones están torcidos, la madera ya envejeció y perdió sus arrugas.

Sal a la calle, despacio, camina lento, no pises las rallas de la acerca sino quieres, nadie te está mirando. Ahora solo vence la calma, los ruidos del centro de la ciudad están enmudecidos, se han compactado y convertido en una masa uniforme de sonido que adormece tus sentidos.

Uno, dos tres. Tus tacones ponen el compás a la noche, tus piernas siguen respondiendo, increíble. Tiemblan de un placer tácito que te sorprende y te recuerda que aún puedes echar a correr aun habiéndote quedado sin fuerzas. Si tuvieras que huir, la capacidad de sobrevivir haría el resto, es lo que ocurre cuando expones tu cuerpo a una sobredosis de vida.

Cuatro, cinco, seis. El silencio se escucha más de lo normal, llevas demasiado tiempo sin exponer tus oídos al cinismo de la ciudad. El dinero sigue en su sitio, bien, vuelve a guardar la cartera y cierra la cremallera de tu bolso de lentejuelas.

Seis, siete, ocho. El rímel corre por tus mejillas, aunque no han sido las lágrimas quien lo han corrido. Alguien te pregunta si estás bien. Avanzo, sin carne, se la dejé toda a él, por eso siento frío.

Nueve. La culpa y el miedo se apoderan de ti. Quieres llegar a casa.

Diez. Sobrevivir, respirar y empezar a correr.

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