30 Oct GABRIELA
Alba no se llamaba Alba. Su DNI decía que se llamaba Gabriela Martín Robles y que nació el 24 de junio de 1982 en Buenos Aires, en la calle Santo Tomé 32. Hacía años que se hacía llamar “Alba” porque decía que su conciencia era como la fina línea que transcurre desde que aparece una tenue luz en el horizonte hasta que se hace de día. Ella lo firmaba todo con medias tintas. Tomaba sus decisiones durante los minutos que tardaba el sol en despuntar por el este. Ella era la luz y la oscuridad.
Emigró a España por su luz y su clima, y vivió en Barcelona durante 10 años en los que anduvo por sus calles dando saltitos sobre sus talones, dejando entrever su arrogancia que a veces cuestionaba su dulce mirada. Alba siempre andaba con paso firme y en línea recta, sin pararse. Y como su propio nombre inventado indicaba, todo en ella era tenue: su piel, sus ojos y su pelo. Débil, delicado, con poca intensidad, y sin embargo irradiaba la magia de un amanecer, un hechizo que te hace sentir enormemente pequeño ante algo que se escapa de tu control. Alba era tan sencilla y tan autentica como la propia naturaleza.
Uno, dos tres, contaba las monedas que había en su cartera, sin importarle el valor de las mismas. Trescientos noventa y tres, trecientos noventa y cuatro, contaba los pasos y nunca los kilómetros. Setenta y cinco, setenta y seis, contaba todos los hombres con los que se había acostado en una rigurosa lista custodiada bajo llave. Treinta mil trescientos ochenta y siete billetes de cien euros, había contado en la caja fuerte del banco en el que trabaja. Contó ese dinero el día que Teresa, su jefa, le pidió que metiera dinero en el cajero. Luego más tarde, en su casa, por primera vez le dio valor a los números y descubrió que a menos de 3 metros de su puesto de trabajo, en aquella caja fuerte, había más de 3 millones de euros en metálico.
A la mañana siguiente, cuando despertó, salió a su terraza para ver el amanecer. Era 20 de enero de 2017 y aunque hacía frío, el aire fresco le entró por la nariz y despertó su cerebro. Olía a salitre y sal. Esa mañana, el sol tardó 4 minutos y 32 segundos en aparecer en el horizonte y mientras miraba aquella línea que traspasa el bien y el mal, recordó que en el banco en el que trabajaba nadie sabía su verdadero nombre y todos la llamaban ALBA. La decisión ya estaba tomada.
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